12 dic 2011

Luis Camnitzer: entre pensamiento crítico y cinismo ético

LUIS CAMNITZER
entre pensamiento crítico y cinismo ético

entrevista - conversación con Luis Camnitzer
publicada en la revista Exit Express (n.46, octubre 2009)

Con una trayectoria de más de 40 años lidiando en las turbulentas aguas del arte contemporáneo, a medio camino entre la práctica artística, la enseñanza y la escritura,  Luis Camnitzer es uno de los más interesantes aunque quizás poco re-conocido representante  de una potente generación de productores visuales de América Latina, que comenzó a trabajar desde inicios de los años 60´ y que puso en entredicho muchas de las estructuras o andamiajes que sustentaban al arte moderno latinoamericano, con estrechas interconexiones y expansiones a nivel internacional.  Con motivo de un seminario suyo, “Sobre arte y otras cosas”, en el Centro de Documentación y Estudios Avanzados en Arte Contemporáneo (CENDEAC, Murcia), surgió la oportunidad de realizar esta entrevista.   

Restos
Arbol

E.C: Luis, siendo uno de los pocos artistas que  han ejercido durante años y de manera continua inquietudes paralelas de pedagogo, crítico y ensayista, cómo consideras que se “complementan” esos intereses.

L.C: En realidad creo que son todas la misma cosa, medios distintos para formular, solucionar y formalizar problemas y soluciones. Los resultados parecen distintos porque vienen envueltos en paquetes distintos. Pero la generación y emisión son los mismos. Hay cosas que se expresan mejor por escrito, o hablando, o haciendo una imagen, o combinando todo. Uno siempre busca la manera más elegante de hacerlo para el propósito particular que se está investigando. Las categorías que se le impone a los resultados luego, al consumirlas, son espurias.

E.C: Relacionando también tu trayectoria artística con la labor crítica, en uno de tus textos, Pensamiento Crítico (puede ser consultado abajo), pones entredicho categorías claves de la tradición moderna del arte como “obra”, “originalidad”, “firma”,  autoría”;  temas que han sido recurrentes en varias de tus propuestas. Qué conexiones estableces entre esa reflexividad crítica y la “puesta en escena” de esas ideas. 

L.C: Todos esos términos se relacionan a los productos y a su mercadeo, al establecimiento y promoción de la “marca”.  En una perspectiva cultural más amplia, en realidad no importa quien hizo qué, sino que efecto tuvo o contribución dejó para una evolución cultural colectiva y para un mejoramiento de las condiciones de vida. Cuando hago una obra no hago “obra”, sino que creo un estímulo para que se realice en el espectador. Lo que llamamos “obra de arte”, para mí es un espacio temporal por donde circula el autor y el espectador, en donde se encuentran e -idealmente- dialogan. Es cierto que en ese espacio el artista lleva la batuta y manipula al espectador, pero tiene que hacerlo sin abusar de su poder y con un propósito relativamente claro.  


Este es un espejo, usted es una frase escrita

La fotografía


E.C: Sobre los complejos vínculos entre arte-ética-política-mercado hiciste hace algunos años un texto llamado El arte de la corrupción, la corrupción en el arte (consultar abajo), donde manejas el término “cinismo ético”, que siempre me ha parecido muy llamativo aunque a la vez controversial.

L.C: Sí, esencialmente creo que todas nuestras acciones se desarrollan dentro de dinámicas de poder formalizadas en ciertos órdenes. Como artista mi tarea es la de cuestionarlos y empoderar al público para encontrar órdenes y taxonomías alternativas, que sirvan a sus propios intereses y no a los intereses de los que tratan de monopolizar el poder. Para cumplir efectivamente con esta tarea, el artista tiene que acumular cierto poder para ser escuchado, pero esa adquisición de poder muchas veces significa cierta prostitución inevitable. En nuestras sociedades la pureza ideal no funciona y estamos obligados a hacer concesiones. Es aquí donde tenemos que tener los ojos abiertos para utilizar la corrupción sin corrompernos, ni durante la adquisición de poder, ni después cuando lo tenemos. Se trata entonces de una especie de prostitución reversible, no de una insidiosa que nos absorbe sin darnos cuenta y que por lo tanto no se puede deshacer. Es todo esto lo que resumo en el término “cinismo ético.”  
El reglamento

Cuatro lecciones para la Historia del Arte
E.C: En 2007 participaste en la conformación del proyecto pedagógico de la 6ta Bienal del Mercosur, convocada bajo la idea “La tercera orilla del río”. Puedes comentar un poco sobre esta interesante experiencia. 

L.C: Gabriel Pérez-Barreiro, que fue designado curador en jefe de esa bienal, inventó el título de “curador pedagógico” y me invitó a desempeñar esa función. La idea fue salir del esquema tradicional de hacer una bienal de arte con un programa educativo adosado posteriormente, y en cambio diseñar la bienal desde cero, con el factor pedagógico integrado. Mi función en este trabajo fue un poco ser el embajador del público y defender sus intereses. Una de las premisas entonces fue tratar al público como colega del artista, en lugar de ser un consumidor de los productos del artista. Para eso hicimos varias cosas: 1) pedimos a los artistas que en un párrafo trataran de formular sus investigaciones en el formato de un problema. El público entonces podía comparar la obra como solución con el párrafo del autor. 2) pedimos al público que dejara comentarios y sugerencias sobre esa relación problema-solución con la intención de retroalimentar al artista, pero también de educar al público siguiente. 3) En base a las obras de la bienal hice una serie de ejercicios para las escuelas, en donde se planteaba un problema de creación abierto. Las obras de los artistas cumplían con ese problema, pero no eran las únicas soluciones. Los estudiantes buscaban sus propias soluciones sin tener influencias y luego, al visitar la Bienal, comparaban su solución con las de los artistas. La Bienal tuvo un público de medio millón de personas. Lo que logramos en todo esto, pienso, fue que el público no circulaba entre las obras descartando por el medio habitual “me gusta, no me gusta”, sino que empezaron a entrar en el proceso creativo del artista y a compartirlo, y a desarrollar una cierta habilidad crítica.

El aula
Tres elementos

E.C:  Con respecto a tu labor ensayística, en el libro de aparición reciente Didáctica de la liberación. Arte conceptualista latinoamericano, han causado polémica tus atrevidas lecturas del devenir histórico de América Latina, donde el educador del siglo XIX Simón Rodríguez o algunas acciones de los guerrilleros Tupamaros, las incluyen como antecedentes o formas de  prácticas conceptuales latinoamericanas. Podrías comentar cómo se reconoce esta posición discursiva en tanto necesidad de otorgar densidad histórica a prácticas invisibilizadas por las narrativas hegemónicas dentro del sistema del arte. 


L.C: La narrativa hegemónica se basa en una categorización bastante rígida de lo que es arte, generalmente entremezclando confusamente arte con artesanía y destacando el producto y no las respuestas culturales a nuestras necesidades. En América Latina pienso que la identidad cultural no se basa en la apariencia de los productos artísticos, sino en el tipo de respuesta a necesidades que muchas veces son muy urgentes. La forma que toman esas respuestas trascienden el formato artístico hegemónico tradicional y lleva la creatividad a otros ámbitos que quedan “invisibilizados” por los prejuicios que tenemos sobre qué cosa es el arte. Sin embargo, esas contribuciones muchas veces tienen un impacto estético en el colectivo cultural que es más importante, interesante y definitorio.  Creo que  nuestra cultura de esas décadas solamente se entiende completamente dentro de una configuración compleja de poesía, política y pedagogía,  tal como se manifestaron en nuestros países, y no dentro de la colección de objetos registrados por la historia del arte central.

Las ideas del pasado, el pasado de las ideas
E.C: Una última pregunta, relacionada  con el seminario “El arte y otras cosas” en el CENDEAC: crees que en el contexto actual, las interacciones entre arte, pedagogía y pensamiento, puedan activar posiciones críticas, libertarias dentro del sistema del arte, y más allá…

L.C: No tengo respuesta a eso. Estamos en un período un poco apocalíptico, con pequeños optimismos a corto plazo y lo único que parece posible en estos momentos, es tratar de mantener una cierta salud mental. Entonces, digo lo que creo que tengo que decir, tengo la esperanza que alguien esté de acuerdo, y el resto no se sabe. Mi motor intelectual se prendió en la década del cincuenta y sigue andando. Es un motor viejo que me permite circular, pero eso no quiere decir que le sirva a otra gente con la misma fuerza que me sirvió a mí.


referencias diversas (textos y videos): 


Artista - portada de catálogo MADC 
Proyecto para Dokumenta (2002)

algunos textos
 


Presumo de ser un artista revolucionario. Tengo una visión del mundo y la misión de ponerla en efecto. Quiero eliminar la explotación del hombre por el hombre, lograr una distribución equitativa de tareas y bienes, construir una sociedad justa, libre y sin clases.

Para lograr mi ideal tengo que comunicarme con la mayor cantidad de público posible, algo que solamente puedo lograr con una gran producción y un buen sistema de distribución de mi obra. La obra no puede quedar reducida a unos pocos ejemplos artesanales exhibidos esporádicamente.Para llegar al público que quiero convertir a mis ideas necesito medios de producción que hagan mi tarea lo más eficiente posible. 

Necesito, también, mano de obra contratada que pueda trabajar en aquellas partes que no requieren mi esfuerzo creativo y que se puedan ejecutar bajo mis instrucciones.Con pocos medios económicos a mi alcance para la adquisición de equipo y maquinaria, me veo forzado a utilizar mi ingenio. Tengo que buscar ocasiones que me favorezcan, aprovecharme de errores ajenos, regatear precios. En otras palabras, tengo que actuar con más inteligencia que aquellos que seguramente se aprovecharían de mí en caso de un descuido.

La misma situación económica me impide contratar ayudantes al salario que se merecen. Tengo que pagar lo menos posible, alargar las horas de trabajo y lograr un máximo de productividad con un costo mínimo. Si en este proceso me llegara a sobrar dinero, lo debo invertir en más y mejor equipo, y en el empleo de más gente bajo las mismas condiciones.

El mayor obstáculo para la difusión de mi obra es la competencia. Hay otros artistas que con ideas parecidas a las mías y con otras, interfieren con mi posible contacto con el público. El público gasta dinero en obra que no es la mía. Con ello distrae su atención de las metas revolucionarias de mi obra y el dinero mal invertido no me permite mejorar mis condiciones de producción. Tengo que lograr imponer mi obra por encima de estos obstáculos.
 
Obviamente no puedo eliminar físicamente a los artistas que compiten conmigo. Pero sí puedo tratar de desprestigiarlos, de crear rumores, de enemistarlos con sus galeristas, y en general, de sabotear sus canales de difusión. Con algo de suerte y un poco de manipulación podré‚ entonces incorporar esos canales de difusión de obra al mío, asegurando mi preeminencia en el público.

Mis ventas incrementarán, con lo cual podré‚ adquirir más y mejores medios de producción y contratar más ayuda. Podré considerar la posibilidad de acceder a nuevos públicos, crear incluso un mercado internacional para mi arte. Con ello, el día que mis ideales revolucionarios se hagan realidad estará al alcance de mi mano.


El paisaje como actitud
El descubrimiento de la geometría
Retrato de artista

El instrumento y su obra


Voy a partir de la premisa que necesitamos una distancia crítica para que nuestro pensamiento funcione como queremos que funcione.  El problema es que si esto lo pasamos al arte, nos encontramos con una situación bastante complicada porque tenemos que lidiar con dos zonas que hasta cierto punto tratan de anularse mutuamente. Por un lado tenemos que, como artistas, usamos el arte para ventilar cantidad de cosas bastante íntimas y en las cuales estamos totalmente inmersos. Somos unos neuróticos obsesivos y hacemos obras en donde canalizamos esa energía. Tenemos terrores sobrecogedores y tratamos de sobreponernos a ellos o de domarlos. Tenemos angustias y nostalgias que nos aplastan, y tratamos de calmarnos y de satisfacernos. O sea, la crítica desapasionada parece ser casi imposible. 

Además, el problema aquí es que con alguna suerte todo lo que hacemos en esta zona de actividades será buena terapia. Pero buena terapia no es necesariamente buen arte. Para peor, cuando hacemos arte de este tipo, esta zona terapéutica está reservada al auto-diálogo. No lo quiero llamar “monólogo”, aun si a veces consiste en eso, porque el monólogo no siempre es escuchado, ni siquiera por quien lo hace. En cambio el auto-diálogo sí implica que hay un oyente--que hay un cierto grado de retroalimentación hacia uno mismo. El artista aquí habla y se contesta. Se contesta borrando, ajustando el color, o incluso rompiendo la obra. Pero los criterios que gobiernan esta respuesta, aunque tienen un pequeño principio de distancia crítica, están contaminados por la función terapéutica: el artista se dice a sí mismo: “la obra me sirve o no me sirve para solucionar mis problemas personales”.  Si me sirve, la obra está muy bien. Si no me sirve, la hago otra vez, o me olvido y hago otra cosa. 

Ésta es precisamente la imagen que nos queda del artista romántico del siglo diecinueve.  El artista presume que si la obra satisface sus propias necesidades, forzosamente tiene que también satisfacer las necesidades de los demás, y si no es así, mala suerte. La culpa en este caso es del público y nunca del artista, ya que éste se ubicó a si mismo en una posición sagrada.  Esta es una posición asombrosamente coherente con la del liberalismo capitalista de la misma época.  En el siglo XIX romántico, la misión primaria del individuo (o del país, como ideología colectiva) era cumplir con su destino manifiesto o con su talento y hacer la mayor cantidad de dinero posible sin preocuparse por los demás. Como los demás supuestamente tienen el mismo derecho, si no lo ejercen es por culpa de ellos y no por culpa de uno. Por lo tanto, esos culpables, haraganes e ignorantes, merecen su pobreza, y casi se podría decir que lo que quieren verdaderamente, su misión en la vida, es trabajar para aquel que define su misión como la de triunfar. Esa teoría culminó en la caricatura promocionada por Ronald Reagan a fines del siglo XX. Para peor, Reagan explicaba además que era bueno que los ricos se hicieran más ricos porque, al final, ese exceso de dinero gotea hacía los niveles sociales más bajos y beneficia a esos mismos pobres que no quieren trabajar para ser ricos por sus propios medios. Y con esto Reagan no hablaba de filantropía--que es una forma de indemnización--sino del destino hipotético de los excesos causados por la explotación en el mercado de la oferta y la demanda.

En arte esto equivale a decir que cuanta más neurosis propia cure el artista con su arte, mejor estarán todos los que no son artistas. Lo que probablemente tiene algo de verdad, aunque no en el sentido en que estamos hablando aquí. De cualquier manera, en esta instancia estoy describiendo una posibilidad de satisfacción del artista establecida por la relación que tiene con su obra. Pero esta satisfacción solamente describe una primera zona. Tenemos una segunda zona, y esta es el espacio comunicativo que se abre entre la obra y el espectador. Este campo se conoce generalmente bajo el nombre vago y obvio de “comunicación”. Lo interesante de esta segunda zona es que la función de la obra a partir de este momento ya no es ni la de satisfacer al artista, ni tampoco la de satisfacer al espectador. La función de la obra en esta segunda zona es comunicar algo al espectador.

Que esa comunicación sea satisfactoria para el espectador (o desagradable, o molesta, o placentera) no es más que un aspecto secundario y sin mayor importancia. Lo importante es que la obra va a comunicar algo que más o menos se ajusta a una intención vaga o precisa que el autor tiene. Esta intención del artista no es necesariamente equivalente a un programa explícito. Puede ser una intención que, con ciertos peligros, incluso podemos llamar intuitiva. Más adelante volveré a discutir algunos aspectos de esa “intención”. Por el momento me limitaré a decir que personalmente preferiría que la palabra “intuición” fuera prohibida en el arte. No el acto de intuir, pero sí la palabra. El uso del término, más veces que no, sirve para justificar la pereza que nos separa de la explicación. Pero no puedo negar que la intención puede estar definida intuitivamente. Intuitiva o racional, lo verdaderamente importante es que exista una escala de evaluación que permita decidir si la obra va por buen camino. La existencia y comprensión de esta escala son fundamentales para que la comunicación funcione. Bien o mal, la escala es utilizada tanto por el artista como por el público.

En las decisiones relacionadas a la comunicación: por ejemplo si seguir por ahí o no, si corregir esto o aquello, si tratar otra vez pero con una posibilidad distinta, es éste el campo en donde el artista se convierte en el primer consumidor de su obra. El artista es el primer espectador, el primer crítico, y en cierto modo, el primer cliente. Es en este momento en que tiene que ser capaz de quedar fuera de la obra para poder verla: tiene que establecer una distancia crítica. Ya no puede estar en terapia.

Todo esto suena a una gran perogrullada, con la salvedad que es muy difícil hacerlo, especialmente en el momento mismo de la producción. Dejando pasar el tiempo, es mucho más fácil establecer una distancia crítica. Mirar la obra de otro, y la creación de la distancia es aun más fácil. Pero mantener la distancia crítica mientras se está trabajando es bastante difícil. La metáfora que encontré más apropiada durante todos estos años es la de estar nadando bajo el agua y simultáneamente estar parado en el borde de la piscina mirándome nadar bajo el agua. Es una especie de desdoblamiento de la personalidad del tipo de estar soñando al mismo tiempo que se sabe que se está soñando y se toman notas sobre el sueño. Pero si tomamos demasiadas notas nos despertamos y no podemos volver al sueño, y si nos quedamos en el sueño no podemos anotar y al final nos olvidamos de todo.

La parte racional de todas estas cosas que están en la zona de comunicación es bastante manipuladora. Es por eso que la separación moralista que tendemos a hacer al poner las bellas artes de un lado y la publicidad de otro, es bastante espuria. Ambas actividades son, hasta cierto punto, mercenarias. Y es mejor que nos responsabilicemos de ese aspecto en lugar de ignorarlo. Palabras tales como composición, armonía, paleta, textura, no son más que eufemismos para darle un nombre elegante e inofensivo a algunos de los instrumentos usados para manipular al espectador. Son todos recursos que se dirigen a controlar la lectura de la obra de acuerdo a ciertos intereses.  O sea que los medios son similares en ambos campos, bellas artes y arte publicitario.  Es la naturaleza de los intereses la que determina la ética de la obra. Si sabemos que el cigarrillo mata y eso no nos inhibe de crear un aviso publicitario genial que aumente la venta de cigarrillos, obviamente estamos haciendo algo éticamente criticable.  Tanto en el arte publicitario como en las bellas artes el autor sirve a una causa. La causa puede ser comercial, personal, social, o combinación de ellas, no importa. Siempre hay una causa, y es la causa la que determina le ética de la obra, no el campo en el que se opera.

Cuando yo era estudiante a mediados de los años cincuenta había mucha gente que creía que la pintura de caballete era inmoral. El muralismo era considerado como la única forma ética de hacer pintura. Hoy diría que el asunto es al revés, que un mal mural hace mucho más daño que un mal cuadro al óleo y que por lo tanto prefiero que la gente haga cuadritos.  Pero en la época se confundía el arte con la propiedad del arte. El cuadro era malo porque podía ser poseído por una persona, la cual por definición era rica, burguesa, elitista y pérfida. En cambio el mural es propiedad pública, el público es pobre y proletario y por lo tanto es bueno.

Diría entonces que en la época había un segundo tipo de distancia crítica. Era una distancia crítica que permitía separarse de las necesidades individualistas y que al usar la propiedad como criterio, de hecho también aceptaba de alguna manera que la comunicación es un hecho importante.  Sin embargo era una distancia mal medida, una distancia que solamente permitía la visión esquemática de las cosas. Como esa distancia venía cargada ideológicamente, uno pensaba de muy buena fe que todas las complejidades quedaban solucionadas, ya que para eso sirven las ideologías.

Hay, por lo tanto, dos categorías de distancias críticas, distintas aun si a veces se entrecruzan. Una es la necesaria para la crítica del proceso artístico. La otra funciona en una dimensión social y continúa mucho después de terminada la obra, cosa que no quita que pueda o deba retroalimentar las obras siguientes. Si durante las discusiones sobre si hacer cuadros o murales, la distancia crítica se hubiera medido éticamente en lugar de ideológicamente y habrían aparecido otras cuestiones importantes. Entre ellas por ejemplo: la posibilidad de que el burgués elitista y pérfido pueda ser reeducado, o sea que el público de galería tiene tanto derecho a ser el blanco de una buena comunicación como cualquier otro público. Y como ese segmento de la población que va a galerías tiende a tener más poder que el que no va a galerías, sería bastante útil lograr su reeducación.

Otra cosa  que se hubiera hecho visible: que el arte de galería posiblemente educa más al artista que al público.  El público de galería va con ciertas expectativas fetichistas relacionadas a cierto respeto y sus deseos  de posesión del objeto artístico. Como diría Julio Cesar: “Miro, admiro y mío”. La galería explota esto y el artista por lo tanto tiende a querer satisfacer la situación. Pero el que caiga en eso, solamente quiere decir que el artista no supo establecer una distancia crítica con respecto a la “institución galería” para contrarrestar los efectos de esa presión.

Finalmente otro ejemplo está dado por el arte público, el cual normalmente tiene una cierta permanencia física y por lo tanto tiene aspectos totalitarios que funcionan independientemente de su mensaje explícito. Si un mural me cuenta que soy o debo ser libre, pero al mismo tiempo me obliga a verlo todos los días aunque no tenga ganas, me está robando libertad a pesar de lo que me está diciendo.

Se podría acusar a esta segunda distancia crítica, la revelada por la posesión física del objeto artístico, de ser más sociológica que artística. Se podría afirmar que es solamente la primera distancia crítica la que es importante para el artista, esa que permite decidir si la obra se va desarrollando bien o mal, lo que en el mundo de la industria se tiende a llamar “control de calidad”. La acusación presupone que el artista solo se debiera preocupar por cosas que corresponden a una definición estrecha del arte considerado como una disciplina, y que el artista no tiene una responsabilidad social. Pero desde el momento en que aceptamos que el arte comunica, que el artista está diciendo algo, esa responsabilidad existe. Al decir algo y funcionar en un sistema armado para que al menos un segmento de la población (ya que no toda la población) escuche o registre lo que el artista esté diciendo, estamos actuando dentro de una zona en donde se efectúa una cierta distribución de poder.  El artista tiene el poder de decir lo que quiere, y por lo tanto tiene que medir las consecuencias de esa expresión y responsabilizarse de ellas. El público tiene el poder de aceptar o rechazar, o incluso de ignorar, ese mensaje. A niveles más sutiles, el público puede establecer reglas a las que el artista se ve obligado a someterse para poder comunicarse, y el ritual de las galerías y museos con todos sus guardianes intelectuales son justamente un producto de esas reglas. 

Como todo esto afecta profundamente que es lo que se puede decir y como se dice, no importa si la segunda distancia crítica es calificada como sociológica o artística. Tiene suficiente impacto en el quehacer artístico como para que el artista deba tomarla muy en serio y tenga que incluirla en el quehacer artístico. Es, por lo tanto, una distancia crítica que todavía opera en el día de hoy.

Podemos ahora volver a la “intención” del artista y su manifestación en la obra.  La intención del artista probablemente sea el primer tema a discutir en todo esto, y probablemente es por donde yo hubiera empezado si no me hubiera metido con el tema de “pensamiento crítico”. Pero no importa. Todo está tan entrelazado que el nudo empieza en el punto preciso por donde uno lo toca. Además la noción de “intención” es otra de esas que vienen cargadas ideológicamente. Presume el libre albedrío, que somos dueños absolutos de nuestras decisiones, y que las desviaciones de nuestras decisiones ideales son pura culpa de unas circunstancias explicables y justificables. En arte supuestamente uno está en un campo donde ese libre albedrío se manifiesta con libertad máxima. En términos relativos eso es verdad y yo mismo definí el arte para mí mismo como el único “territorio libre” que tengo y el “campo en el que puedo ser omnipotente sin hacer daño al prójimo”. Son lindas explicaciones pero no son del todo ciertas.  El ejemplo típico es el del artista que explica su obra con “lo hice porque me gusta y basta”. Aparentemente no hay ningún reglamento que lo limite ni ninguna rendición de cuentas que lo obligue a justificar sus actos. Nadie puede impedir que haga lo que quiero, así que lo hago, y al que no le guste que se joda. Pero hay dos cosas aquí. Una es que si es verdad que la obra no es terapia sino comunicación, hay una rendición de cuentas ya que el público puede reaccionar. Segundo, que el gusto es justamente una de las actividades menos libres que tenemos. No sabemos porque nos gusta algo, o sea que al satisfacer el gusto justamente eliminamos nuestra posibilidad de decidir por nuestra cuenta. Y esa posibilidad de decidir es la señal de libertad. Claro que todavía queda la libertad de decidir si cumplir con  nuestro gusto. Pero en general nos gusta algo que nos queda cómodo, algo que conocemos de experiencias previas. Al satisfacer el gusto, por lo tanto, estamos eliminando o minimizando la posibilidad de lo desconocido.

El gusto, salvo en los casos muy idiosincrásicos, es un artefacto cultural, o sea colectivo, que termina siendo interiorizado. No hay más que analizar el proceso por el que pasó la minifalda: un choque inicial causado por la ruptura con el pasado y cierta confrontación con el pudor, luego la aceptación escéptica, la victoria total al crear la necesidad de usarla y forzar la sensación de inadecuación si no se usaba, con el mercado saturado se pasó al rechazo usando el argumento que la moda pasó. El gusto fue sustituido con el uso de la fecha y la obsolescencia, para luego abrir las puertas al retorno con el adjetivo “retro”. En cada paso el gusto está operando en toda su autenticidad, sin conciencia de la manipulación efectuada por la moda. En general hablamos de “gustos personales”, de “gustos adquiridos” y de “fabricación de gustos”. Diría que son todos sinónimos y que no representan la libertad. Gusto, entonces, es otra palabra que me gustaría prohibir.

Ahora volvamos a la intención. Cuando se plantea el asunto de la intención que uno tiene al hacer una obra o una serie de obras, otra manera de formular esto es preguntarse ¿Cuál es el problema que se quiere resolver? Es prácticamente lo mismo, sólo que al tener que formular las cosas en el formato de un problema, uno necesita un poco más de rigor y de precisión. Esto no significa que se tenga que hablar de matemáticas, “quiero sumar dos más dos” por ejemplo.  La formulación en términos de problema puede pasar por toda una gama, desde “sacarme la rabia” hasta “cambiar el mundo” pasando por “expresar la dulzura de las flores”, “copiar la cara de mi tía” o uno de los problemas más interesantes: “lograr la ausencia de problemas”.  Este último es un problema fascinante porque exige la presencia constante de la distancia crítica inmediata. El artista tiene que constantemente estar atento para detectar si hay algún problema que potencialmente pueda estar emergiendo durante la producción de la obra. En ese caso tiene que inmediatamente cambiar de rumbo para que no llegue a articularse. En cuanto aparece una armonía, tiene que romperla; en cuanto aparece un mensaje inteligible, tiene que destruirlo; y así sucesivamente. Incluso si llegara a una representación del caos por este camino, tiene que negarlo, porque eso constituye una formulación de un problema. El interés de la ausencia total de problemas como problema es interesante justamente porque es un problema que no tiene solución.

A mí me interesa esta forma de plantear las cosas por dos motivos. Uno, porque en cierto modo obliga al artista a rendir cuentas. No creo que el arte pueda ser narcisista y auto-indulgente y creo que el artista tiene una responsabilidad con su público. Esto es aun más así porque el artista tiene la posibilidad de elegir su público. Al exponer en una galería o en la calle, el artista no solamente está eligiendo un espacio, sino al público que verá la obra. Pero admito que esto puede ser una posición personal, incluso auto-indulgente por mi parte.

El otro motivo es que no veo por qué la actividad artística deba tener el derecho a una falta de rigor. Si exigimos un cierto rigor de los científicos, no entiendo porque no lo exigimos de los artistas. Cuando son buenos, ambos exploran los límites del conocimiento y tratan de expandirlo. La diferencia entre artistas y científicos puede estar en la metodología que emplean, pero no puede estar en el rigor exigido. Si no, es como decir que el artista tiene el permiso de ser perezoso pero el científico no. Ambos pueden ser perezosos o no, pero esas son características personales. Son características que pueden dañar la cantidad de producción pero que no pueden afectar la calidad. Si la pereza llega a afectar la calidad, ya no es pereza sino falta de rigor.

La formulación en términos de problemas nos acerca al científico en cuanto a la demanda del rigor. Con el problema claro podemos juzgar si la obra de arte constituye una buena solución o si le estamos errando. Si por ejemplo la pregunta es cuanto es dos más dos, y sistemáticamente nos da cinco, le estamos errando y lo sabemos. Pero es aquí justamente donde el artista se separa radicalmente del científico.  Uno diría que si al científico le da cinco y no sale de allí, es candidato al suicidio o al cambio de profesión. Pero si al artista dos más dos le da cinco, el artista tiene la libertad de hacer lo que en otras disciplinas se consideraría una trampa.  El artista tiene la posibilidad de reformular el problema para que se adapte a la solución. Esta reformulación obviamente no sería una maniobra banal como sería sumar 2.5 más 2.5. Esta sería la trampa que cometería el científico. Pero la reformulación del artista podría ser “molestar al que sabe que dos más dos es cuatro llevándolo al punto de hacerlo dudar”. En este caso se podría decidir que el mejor medio artístico para lograr esto sería una campaña publicitaria nacional que difunda el mensaje 2 + 2= 5, sin agregar comentarios. Otra reformulación podría ser “pintar la operación errónea en una forma pictórica tan sublime que el espectador no llegue a registrar que hay un error en la matemática”. O se podría reformular el problema como que se quiere llevar a que el espectador cuente los elementos de la ecuación y no el significado de los cuatro primeros símbolos (2, signo de adición, 2, signo de igual). Solamente el último, el resultado matemático, sería verdadero simultáneamente como signo y como significado.

Lo que importa es que al final del ejercicio artístico exista una integración indisoluble entre el problema y la solución. En arte no importa cual surgió primero. No importa si la pregunta generó la respuesta o si la respuesta generó la pregunta. Importa que una vez que están juntas ya no se pueden separar.

Este proceso no es propiedad exclusiva del artista y no está completamente vedado al científico. Es un proceso de retroalimentación, y tanto artista como científico, usando una distancia crítica inmediata, siempre escuchan lo que les está diciendo el proceso y las etapas parciales por las que van pasando.  La diferencia está solamente en que el control de calidad del científico responde a otras metodologías que el control del artista, y eso permite una flexibilidad mayor en el arte, pero no menos rigor.

Esta descripción debiera eliminar los miedos que muchas veces despiertan las explicaciones. Se dice que si explicamos todo no queda sitio para la creación; que si se puede decir con palabras no hace falta hacer la obra. Estoy totalmente de acuerdo en que la obra de arte, si lo es tal, no puede ser agotada en una explicación. Si la obra no hace más que traducir visualmente un programa explicitado en palabras, estamos en presencia de la ilustración redundante de un texto y por lo tanto de una obra innecesaria. Y la obra de arte tiene que ganarse su propio derecho de piso para existir. Tiene que ser inevitable, axiomática e imprescindible. Que curiosamente son condiciones que también le exigimos a la ciencia. Todas ellas no existen si un texto o programa previo ya lo dice todo.

Esto nos lleva a otro tema. Obviamente, la integración perfecta del problema con su solución no es suficiente para determinar que estamos en presencia de una obra de arte. A su manera, la ecuación de 2 + 2 = 4 es una relación perfecta. En sus propios términos y sin introducir las libertades artísticas que me permití previamente, es una relación inobjetable, pero no llega a ser una obra de arte. Y la razón que no es una obra de arte está en su banalidad, es algo super-sabido, un lugar común que no dice nada y que no nos mueve el piso. En otras palabras, es una buena integración de problema con solución, pero es un problema que no tiene interés.

Entonces ya no se trata solamente de tener una intención clara o de formular un problema para encontrar una solución. Eso lo puede hacer cualquiera. Se trata de tener una intención nueva, de formular un problema interesante, de preguntar una pregunta que realmente valga la pena y genere respuestas que sacudan el universo. Un amigo científico una vez me comentó que los premios Nóbel eran otorgados a gente que planteaba preguntas sustanciosas y científicamente revolucionarias, no aquellos que trabajaban laboriosamente en contestarlas. No sé si es cierto, mi amigo era uno de esos que planteaba esas preguntas, pero nunca se sacó el premio y creo que murió un poco amargado en lo que pensó que era su fracaso. Pero en arte tenemos que sí, que el artista hace ambas cosas, plantea una pregunta bárbara y luego se convierte en su propio esclavo (o si es rico, contrata esclavos) para contestarla laboriosamente.

Es justamente esa segunda parte la que aprendemos en la escuela de arte. Cuando yo tenía que copiar bustos romanos y naturalezas muertas, la escuela me estaba educando para ser esclavo. Toda escuela que da primacía a la habilidad técnica en lugar de subrayar la formulación y solución de problemas, es una academia que educa para ser esclavos. Es irónico que William Morris en el siglo XIX ya dijera que la esclavitud separa a la gente del arte, y aquí en una escuela de arte aprendíamos a ser esclavos.

Quiero ahora discutir brevemente la parte irracional de la creación artística. La pregunta obvia aquí es la de si es posible desarrollar una metodología para producir algo irracional. No tengo una respuesta definitiva a esta pregunta, en parte por falta de conocimientos de psicología. Como una metodología consiste en un sistema de pasos no necesariamente lógicos, supongo que la respuesta es positiva. Un ritual religioso sería un ejemplo, siempre que se admita que la intención de la metodología es lograr una comunión real con la deidad elegida. Pero si en su lugar la intención verdadera es la de crear una identidad comunitaria de un cierto tipo, entonces la evaluación de esa misma metodología del ritual cambia de carácter y puede adquirir aspectos incluso maquiavélicos. Se estaría usando la imagen de un dios para manipular al público para que haga otras cosas que no tienen nada que ver con el dios que se menciona. 

En arte muchas veces se utiliza lo aleatorio (interpretaciones Rorschach, libre asociación, tirar dados) para llegar a lo irracional, pero no es un camino que considero totalmente convincente. En realidad, tengo que confesar que no me gusta la palabra irracional en estas cosas. No sugiero el prohibirla, al menos no por ahora, pero no me parece un término muy útil para utilizar en el arte. Para lo único que sirve realmente es para advertir que hay muchas más cosas en el mundo que aquellas que podemos pensar lógicamente. Aparte de que eso es algo bastante obvio, al llamarlo irracional le damos un valor excesivo a lo que llamamos racional, cosa que tampoco lo es tanto. Nos centramos en lo racional; las cosas son o no son racionales. Y si no lo son, tendemos a pensar que estamos en presencia de algo negativo. Pero si estamos haciendo arte para expandir las fronteras del conocimiento, estamos entre otras cosas expandiendo lo que aceptamos como racional. Es así como entramos en lo irracional, pero no por que queremos abandonar lo racional, sino porque los que limitan la definición de lo racional nos obligan a ello. De acuerdo a esto, a lo mejor entonces, sí, habría que prohibir también la palabra irracional.

Me interesa más aquí la palabra “inesperado”, en el sentido también de lo impredecible.  El uso del azar ayuda en esto de lo impredecible, pero también parece un recurso un poco fácil. El artista abandona su responsabilidad y se la deja al destino. Frente a la obra puedo decir, “no es culpa mía, fue el destino”, con lo cual se me arruinaría mi teoría sobre eso de que hay que rendir cuentas. En su momento (Dada, surrealismo, Fluxus), la introducción de lo aleatorio fue importante por razones históricas. Había que romper el monopolio del control que la Academia atribuía al artista. En eso fue un acto contestatario muy encomiable. Pero ya pasó, ya no contribuye nada a menos que se le encuentre alguna vueltita que, sí, sea “inesperada”.

Lo aleatorio en realidad no garantiza lo inesperado, después de todo y por definición, uno espera que pase cualquier cosa. Lo que sí produce es algo impredecible, que es otra cosa y que también es algo relativo ya que es predecible que pase cualquier cosa. Esto, que parece más que nada un juego de palabras, sin embargo tiene importancia porque inmediatamente nos lleva a otras cosas como la “originalidad” y lo “derivativo”.

Uno podría decir que si se hace algo inesperado que va más allá de lo que se conoce en un momento dado, se está haciendo algo original y que eso está muy bien. Pero implícitamente “original” también significa que uno se separa del rebaño y que es vencedor de una competencia, que uno sobresale. Esto me recuerda que cuando yo iba a la escuela primaria las notas eran: sobresaliente, muy bueno, bueno, regular y deficiente, con los sorprendentes escalones intermedios como por ejemplo buenoregular y regularbueno.  Lo interesante de estas notas era que no decían nada sobre lo que uno estaba haciendo sino que solamente ubicaban a los alumnos entre sí. O sea que se trataba de competir, no de lograr. En lugar de exigir el “logro perfecto” se exigía ganarle al prójimo.  Es entendible que en el mundo comercial uno quiera saber donde se ubica un estudiante con respecto a la norma. En arte, donde supuestamente no hay ni debiera haber normas, el uso de la palabra “original” crea una norma y distorsiona ideológicamente el proceso creativo. No quiero prohibir la palabra porque algún día puede ser útil si la investimos con el significado de “originar” otras cosas. Aunque esa palabra sería más bien algo como “originante”, o sea que sí, también podemos prohibir la palabra “original”. La palabra “original” se identifica con el individualismo extremo, algo que no tiene nada que ver con una cultura de la comunidad. Es interesante que la palabra idiota, originalmente,  cuando todavía se la consideraba una palabra griega, era utilizada para describir al individuo que se interesaba solamente por él mismo y que ignoraba las necesidades de la comunidad. Me interesa por lo tanto más la palabra ruptura que la palabra original.

Para insistir un poco más, la palabra “original” tiene aun otro problema aparte del individualismo, y es uno que nos refiere directamente al colonialismo. Porque cuando hablamos de arte original, generalmente la originalidad no se define localmente sino en un centro cultural y se supone que tiene un valor absoluto. Entonces, pasan dos cosas. Una, el centro nos manda sus originalidades para que las sigamos, y después nos dice que hacemos cosas “derivativas”. La otra, el centro adopta nuestras originalidades y las incorpora a la cultura hegemónica, en cuyo caso el proceso se llama “reciclaje”, “multiculturalismo” o algún eufemismo sin esas connotaciones negativas que tiene “derivativo”.

Si el arte fuera un campo abstracto y cerrado como las matemáticas, sería un campo de propiedad colectiva sin atribuciones localistas o chovinistas y todo el mundo contribuiría a un fondo común. Pero el arte no funciona así. Siendo comunicación tiene sobreentendidos locales y comunitarios, tiene una función de solidificar identidades y pertenencias culturales al mismo tiempo que expandir y enriquecerlas. Las matemáticas codifican ideas que tratan de ser axiomáticas y no permite los dialectos. El arte pocas veces trata de ser axiomático y menos veces lo logra. El arte generalmente tiende al dialecto. Ese dialecto puede ser localista, incluso folclórico, o hegemónico con pretensiones globalizantes. Pero aun si hegemónico e imperialista, no deja de ser un dialecto--siempre es provincialista. El imperialismo es provincialismo con mucho poder.

El término “originalidad” disimula todo esto y obliga a preguntar ¿original con respecto a qué? para resolver las ambigüedades. La palabra ruptura es más contextualizada y creo que más certera. Cuando expandimos el conocimiento estamos rompiendo un límite o rompiendo con un pasado, una tradición, una serie de prejuicios o de convenciones, o una imposición. Una obra “original” me puede hacer admirar a un artista individualmente, pero me puede dejar frío. Una obra que introduce “ruptura” afecta mi manera de ver las cosas en general y en lo que se refiere a mis distancias críticas. Como “ruptura” es un término relativamente des-individualizado me permite estimar mejor en donde ocurre, si en lo local, en lo central, o en las cercanías de lo axiomático.

Si tuviera que encontrara una imagen para la cultura diría que es una montaña de arena. A pesar que como artistas nos creemos muy importantes como individuos originales, dentro de esa montaña solamente somos los granos de arena: En posiciones pasivas, mantenemos la estructura. En posiciones activas, a veces creamos pequeños derrumbes y avalanchas. Al final, sin embargo, queda la montaña de arena, como resultado de la posición de todos los granos y de sus interacciones.

La imagen nos obliga a una cierta modestia. No solamente porque nunca he visto un grano de arena que viniera identificado con un nombre o portando una firma. También porque es bastante difícil que un grano pueda cambiar toda la montaña. Pero, innegablemente, el grano ayuda a darle forma, y eso es todo a lo que podemos aspirar.




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